miércoles, 18 de junio de 2025

¿Tú oyes a Hurbinek?.-

 



En “La tregua”, Primo Levi escribió dos páginas acerca de un niño, de 3 años de edad, llamado Hurbinek,  que no ha muerto, que sigue pronunciando palabras en Palestina, y en Telaviv, y en Teherán… a quien deberíamos oír, atentamente, desde nuestro corazón:

      <<En el curso de aquellos pocos días había ocurrido a mi alrededor un cambio muy aparente. La guadaña había segado por última vez, se había hecho el último ajuste de cuentas: los moribundos habían muerto, en los demás la vida volvía otra vez a correr tumultuosamente. Del otro lado de las ventanas, aunque estuviese nevando copiosamente, las funestas carreteras del campo no estaban ya desiertas sino que hervían en un bullicioso ir y venir de gente, confuso y ruidoso, que parecía un fin en sí mismo. Hasta entrada la noche se oían resonar gritos alegres e iracundos, llamadas, canciones. A pesar de ello mi atención, y la de mis vecinos de cama, pocas veces podía eludir la presencia obsesiva, la mortal fuerza de afirmación del que entre nosotros era el más pequeño e inerme, del más inocente: de un niño, Hurbinek.

      Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede que hubiera sido una de las mujeres que había interpretado con aquellas sílabas alguno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en cuando.

Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo. La palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y de dolor.

      𝗡𝗶𝗻𝗴𝘂𝗻𝗼, 𝗲𝘅𝗰𝗲𝗽𝘁𝗼 𝗛𝗲𝗻𝗲𝗸: 𝗲𝗿𝗮 𝗺𝗶 𝘃𝗲𝗰𝗶𝗻𝗼 𝗱𝗲 𝗰𝗮𝗺𝗮, 𝘂𝗻 𝗺𝘂𝗰𝗵𝗮𝗰𝗵𝗼 𝗵𝘂́𝗻𝗴𝗮𝗿𝗼 𝗿𝗼𝗯𝘂𝘀𝘁𝗼 𝘆 𝗳𝗹𝗼𝗿𝗶𝗱𝗼, 𝗱𝗲 𝗾𝘂𝗶𝗻𝗰𝗲 𝗮𝗻̃𝗼𝘀. 𝗛𝗲𝗻𝗲𝗸 𝘀𝗲 𝗽𝗮𝘀𝗮𝗯𝗮 𝗷𝘂𝗻𝘁𝗼 𝗮 𝗹𝗮 𝗰𝘂𝗻𝗮 𝗱𝗲 𝗛𝘂𝗿𝗯𝗶𝗻𝗲𝗸 𝗹𝗮 𝗺𝗶𝘁𝗮𝗱 𝗱𝗲𝗹 𝗱𝗶́𝗮. Era maternal más que paternal: es bastante probable que, si aquella convivencia precaria que teníamos hubiese durado más de un mes, Henek hubiese enseñado a hablar a Hurbinek; seguro que mejor que las muchachas polacas, demasiado tiernas y demasiado vanas, que lo mareaban con caricias y besos pero que rehuían su intimidad.

      Henek, tranquilo y testarudo, se sentaba junto a la pequeña esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arreglaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían repugnancia; y le hablaba, naturalmente en húngaro, con voz lenta y paciente. Una semana más tarde, Henek anunció con seriedad, pero sin sombra de presunción, que Hurbinek «había dicho una palabra».

      ¿Qué palabra? No lo sabía, una palabra difícil, que no era húngara: algo parecido a «mass-klo», «matisklo». En la noche aguzamos el oído: era verdad, desde el rincón de Hurbinek nos llegaba de vez en cuando un sonido, una palabra. No siempre era exactamente igual, en realidad, pero era una palabra articulada con toda seguridad; o, mejor dicho, palabras articuladas ligeramente diferentes entre sí, variaciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, tal vez a un nombre.

      Hurbinek siguió con sus experimentos obstinados mientras tuvo vida. En los días siguientes todos los escuchamos en silencio, ansiosos por comprenderlo, entre nosotros había gente que hablaba todas las lenguas de Europa: pero la palabra de Hurbinek se quedó en el secreto. No, no era un mensaje, no era una revelación: puede que fuese su nombre, si alguna vez le había tocado uno en suerte; puede (según nuestras hipótesis) que quisiese decir «comer», o «pan»; o tal vez «carne» en bohemio, como sostenía con buenos argumentos uno de nosotros que conocía esa lengua.

      Hurbinek, que tenía tres años y probablemente había nacido en Auschwitz, y nunca había visto un árbol; Hurbinek, que había luchado como un hombre, hasta el último suspiro, por conquistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder bestial lo había exiliado; Hurbinek, el sinnombre, cuyo minúsculo antebrazo había sido firmado con el tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no redimido. Nada queda de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías>>.

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Más información:

https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/5680007.pdf

https://filosofaralos16.webnode.es/salir-de-la-infancia-y-entrar-en-el-mundo/hurbinek-una-vida-rota/