Porque la fórmula de
monarquía parlamentaria está no solamente agotada, sino produciendo ya
situaciones de descomposición y de desesperanza, de descoyuntamiento social
flagrante, que nos llevan por mal camino. La crisis de la monarquía, el
problema territorial, la corrupción galopante en estas últimas décadas, las
tremendas desigualdades sociales, el enquistado y oscuro confesionalismo, etc.,
son realidades que nos exigen un paso adelante, un cambio de rumbo.
Si permanecemos en el estado de cosas en el que estamos ahora,
donde la falta de cohesión y de ganas de desarrollar proyectos comunes es muy
preocupante, entonces los problemas (ya muy graves) se seguirán recreciendo
hasta límites peligrosos. El desfonde estrepitoso de la monarquía, el escándalo
de un aparato mediático trufado de intereses económicos y políticos, la
emergencia de vías políticas que no condenan las dictaduras fascistas o que se
muestran descaradamente racistas, etc., son signos claros diversos de que hemos
llegado a un límite, a un final de una etapa.
Y no solamente podríamos pensar que todo esto ocurre porque
padecemos una Constitución rígida, inmóvil, pétrea. Que también. Sino que
durante muchos años hemos tenido un déficit democrático brutal, hondo, cruzando
a lo alto y a lo ancho todas las instituciones y toda la sociedad.
Haber hecho una Transición donde la impunidad del franquismo
quedaba garantizada con el silencio (y decenas de miles de cuerpos en las
cunetas) era, como cabía esperar, un gigante con pies de barro. El gigante está
ya en el suelo, embarrado, y no es bueno, obviamente, permanecer así demasiado
tiempo. Esta situación no es sostenible ni un día más. Es muy urgente retomar
un camino por el que toda la sociedad pueda avanzar con esperanza, con un
impulso realmente renovado, con ganas de caminar juntos hacia un mejoramiento
de las condiciones de vida concretas y de los derechos sociales y políticos de
todos.
Y cuando digo, sin ser yo demasiado republicanista en modo
tabla de salvación infalible, que necesitamos urgentemente una III República
quiero decir no ya solamente que hay que cambiar radicalmente este estado de
déficit democrático en el que hemos vivido. Lo que digo es, sobre todo, que hay
que cambiar la situación de injusticias sociales galopantes en las que estamos
inmersos. No me preocupa tanto fenómenos fieramente antidemocráticos como el
bipartidismo que hemos vivido hasta hace poco, a la vieja usanza caciquil de
España, sino el hecho de que el desempleo, por ejemplo, campe a sus anchas
acercándonos mucho a los 4 millones y otros centenares de miles, en este
momento, en ERTE. Sin justicia social no hay democracia.
Hasta ahora el sistema se esforzaba en hacernos creer que era
democrático, pero ya sabemos sobradamente, en carne propia, que no lo es si hay
millones y millones de personas a las que se les niegan sus derechos humanos
más fundamentales, como el empleo, la vivienda o la salud. No hay democracia si
se deja gangrenar la vida en común con la quiebra de los servicios públicos, reventando
los derechos sociales con leyes mordaza, etc.
Es obvio que la entrada en prisión de los independentistas
revela la incapacidad de un estado democrático en encontrar fórmulas políticas
de diálogo. Solucionar los problemas políticos con cargas policiales, prisión,
exilios, etc., es sencillamente una locura.
Otros problemas muy graves como una evasión fiscal en España
tan brutal o una beligerancia eclesial tan persistente, omnipresente y
políticamente activa, reflejan, igualmente, que esta fórmula de estado llamada
“monarquía parlamentaria” es inviable y nos lleva al desastre a través de la
insistencia en mantenerla de quienes, claro, comen de ella (y bien).
Para mí, uno de los peores problemas que este estado de cosas
está dejando crecer y crecer es el militarismo en el que estamos incursos:
escudo antimisiles norteamericano, “misiones exteriores”, gasto militar
creciente, exportación de armas a dictaduras como Arabia Saudí, etc. Y también
hay otros problemas, totalmente prioritarios, como la necesidad de acabar con
el machismo (y la sociedad patriarcal) en todas sus formas, o como abordar un
cambio profundo a favor del medio ambiente y la sostenibilidad, que son
impensables, por varias razones, con esta Constitución, con estos Borbones, con
este modelo corrupto de instituciones, con este brutal quebrantamiento de lo
público que estamos padeciendo.
Una III República ayudaría a afrontar todos esos retos con la ilusión y la esperanza que necesitamos ahora. Es necesario y es urgente un cambio de rumbo. Cambiar es sano.