Es obvio que tanta violencia (política, económica, militar…) echa raíces en la propia naturaleza violenta del ser humano. Es decir, el ser humano es capaz de cotas de violencia (como, por ejemplo, Hiroshima y Nagasaki demuestran) más allá de lo imaginable. Nuestra sed de sangre, llegado el caso, carece de límites (véase también Auschwitz, Gaza…).
Algunos, los espiritualistas (llamésmoslos así), piensan que mientras esa naturaleza no quede modificada por la vía de la Eucación, la Religión, la Cultura, la Espiritualidad, etc., nada cambiará. Otros, los revolucionarios (llamésmoslos así), que habrá de ser mediante la ley, el poder político, la correlación de fuerzas a favor de la democracia, la aplicación de una justicia eficaz, etc., la vía más útil para que esa naturaleza pueda quedar situada en el lado de la esperanza y de la dignidad. Y unos terceros que pensamos que por ambas vías de manera simultánea…
𝗘𝗹 𝗰𝗮𝘀𝗼 𝗲𝘀 𝗾𝘂𝗲, 𝗽𝗼𝗿 𝘀𝘂𝗽𝘂𝗲𝘀𝘁𝗼, 𝗵𝗮𝘆 𝗾𝘂𝗶𝗲𝗻𝗲𝘀 𝘀𝗮𝗰𝗮𝗻 𝘁𝗮𝗷𝗮𝗱𝗮 𝗬𝗔 𝗱𝗲𝗹 𝗹𝗮𝗱𝗼 𝗺𝗮́𝘀 𝗻𝗲𝗴𝗮𝘁𝗶𝘃𝗼 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝗻𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮𝗹𝗲𝘇𝗮 𝗵𝘂𝗺𝗮𝗻𝗮… como, por ejemplo, quienes fabrican armas de guerra a gran escala, quienes sostienen los grandes arsenales de destrucción masiva, los que colocan al mundo al borde de una III guerra mundial, los que justifican el armamentismo…
De estos últimos codiciosos sin alma, más que del lado menos amable de la naturaleza humana, deberíamos defendernos como de la peor peste.
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“Si solamente pudiéramos comunicarnos verdaderamente. Si solamente yo me detuviera a escuchar las señales que percibo desde dentro de mí. Si solamente escuchara y atendiera a todo lo que me está expresando el otro cuando me dirige la palabra. Tal vez si cada uno se hiciera responsable de lo suyo -de lo verdaderamente suyo- no estaríamos metidos en esta loca carrera de poderío y destrucción. ¿Será que amamos más la muerte que la vida y por esto no podemos centrarnos en el presente? Curiosa paradoja: para poder vivir, tenemos que aprovisionarnos de herramientas para matar. ¿𝗤𝘂𝗲́ 𝗽𝗮𝗶́𝘀 𝗽𝘂𝗲𝗱𝗲 𝗱𝗲𝗰𝗶𝗿 𝗾𝘂𝗲 𝗴𝗮𝘀𝘁𝗮 𝗺𝗮́𝘀 𝗲𝗻 𝘀𝗮𝗹𝘂𝗱 𝘆 𝗯𝗲𝗻𝗲𝗳𝗶𝗰𝗲𝗻𝗰𝗶𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗻 𝗮𝗿𝗺𝗮𝘀?” (El darse cuenta, J.O. Stevens, 1971)