Más tarde o más
temprano, este profundo estado de indignidad social en que
ahora vivimos terminará. La razón es sencilla: no puede mantenerse la
injusticia por mucho tiempo, no puede mantenerse por la fuerza a la ciudadanía
en el paro, en la dificultad de acceso a la vivienda, en el empeoramiento de
los sistemas sanitario y educativo públicos, en la corrupción de las cúpulas
políticas e institucionales, en los gastos militares crecientes falseando los
presupuestos públicos para tratar de engañar a la opinión pública, en la
vaciedad formalista de los procedimientos democráticos de control de la acción
del gobierno, en la extrema cicatería con todo tipo de prestaciones públicas
-como las pensiones de nuestros mayores-, en el fraude fiscal de las grandes
fortunas y las evasiones de capital a paraísos de inversión, en la vuelta atrás
ética y cultural -hacia valores rancios y absurdos-, en el robo a la ciudadanía
de su capacidad de tomar decisiones directas sobre el destino de sus vidas, en
la represión política pura y dura de los movimientos de protesta, en la
explotación laboral más indigna de tantos y tantos trabajadores, en la imposición
de la confesionalidad del estado, en la humillante relación de sumisión ante la
potencia dominante (EE.UU.), en la destrucción de una juventud a la que se la
hunde literalmente en la miseria y la emigración, en la degradación galopante
del Medio Ambiente, en el trasvase descarado de los dineros públicos a grandes
bancos mediante todo tipo de privatizaciones declaradas o encubiertas, en el
alza incontrolada de los precios de los consumos básicos, en la telebasura que
trata de aborregar el pensamiento y la acción de las personas, en la cultura
machista que acude a condenar la muerte de una mujer delante de las puertas de
los ayuntamientos pero que no duda en callar cuando de pagar mucho menos a las trabajadoras
se trata o de enaltecer en televisión -sin descanso- valores patriarcalistas, en
los gestos racistas y xenófobos que el gobierno hace llegar a algunas unidades
policiales que acaban tirando pelotas de goma a personas que se están medio
ahogando… este estado general de cosas injusto y peligroso que el gobierno
quiere mantener no puede durar mucho antes de que el pueblo, la ciudadanía,
diga basta ya, definitivamente basta ya.
Algún compañero de mi
sindicato, CGT, me ha dicho, con razón, que tantas y tantas movilizaciones como
estamos organizando -por ejemplo la del 22M en Madrid- no dan el resultado de
un cambio de rumbo político porque, de modo meticuloso, el gobierno las está
reventando una a una mediáticamente, policialmente, jurídicamente, etc. Es
decir, nuestras protestas, exigencias y alternativas son justas y razonables
pero tenemos enfrente a un gobierno que se dedica -con un tesón no conocido
hasta ahora y de la mano de grandes intereses financieros- a dinamitar los
derechos sociales y políticos más básicos. Y, efectivamente, ese compañero no
se equivoca porque el gobierno no solamente está actuando de modo tan
antidemocrático en esta o aquella manifestación, sino que está aplicando un
programa rápido y de gran calado como es el desmantelamiento del estado del bienestar. Lo está haciendo
con una técnica conocida y parecida a la que Naomi Klein describió en su obra La
doctrina del shock.
Las consecuencias de
este virulento estado de cosas programado desde arriba pueden resumirse en dos
o tres muy preocupantes: devastación social y sufrimiento de amplias capas de
la población que se ven reducidas a la miseria y la indignidad; crecimiento
-larvado pero progresivo- de un sentimiento de impotencia y rabia que el
gobierno quizás querría intensificar y luego gestionar -con truculencias- a su
favor; emergencia de un marco político general -hasta ahora fundado en eso del estado social y de derecho- hecho añicos.
La ciudadanía sufre en sus carnes la violación constante de sus derechos
humanos más básicos y si protesta se la apalea sin más. El sistema se tambalea,
el gobierno lo sabe y, en vez de buscar soluciones democráticas, se enroca y
activa sistemas de criminalización de la protesta social y de represión
política nunca vistos (desde 1975).
Mi apuesta, la que he
aprendido de la mayoría de sindicatos, partidos, personas, asociaciones,
movimientos sociales, etc., que luchan por la libertad y la dignidad es caminar
por la senda de la Noviolencia, esa que Gandhi enseñó. No es una senda, y aquí
le hablo a ese compañero que me quiso contar su sentimiento de impotencia
política, de pasividad ni de resignación ni de pasteleo para que nada cambie.
Al contrario, es un camino de permanente y firme oposición frente a la
injusticia, de denuncia de la indignidad -y de algunos ladrones que nos
gobiernan-, de solidaridad entre quienes sufrimos el odio de los poderosos, de
exigencia de los derechos humanos y de construcción de alternativas. El camino
de la Noviolencia es, también, de respeto integral y sincero hacia todas las
personas. Si permanecemos unidas, constantes, decididas, muy exigentes con el
poder, como por ejemplo en 15 de mayo de 2011 (en Sol, en Plaza del Arenal,
etc.), el gobierno comprobará otra vez nuestra conciencia exacta de las cosas -una
gran transformación social y no migajas- y nuestras capacidades organizativas. El
gobierno está deseoso de que piquemos uno de estos tres cebos: el miedo, la
resignación o la violencia. No morderemos ninguno de ellos.